martes, 17 de junio de 2014

TE QUIERO A MORIR




     El miedo entró un día por la puerta principal y se instaló, como si formara parte de la pintura, en las frías paredes de la casa. En los rincones, las telarañas tejidas para filtrar las lágrimas derramadas en ellos, pasaban desapercibidas a golpe de vista. Los rayos de sol apenas entraban por la ventana y la penumbra solía decorar aquel simulacro de hogar.

     Amilanada en un viejo sillón orejero de piel marrón, se abrazaba, temblando como un cervatillo asustado, a sus piernas. Con los ojos inundados mantenía la vista perdida en un punto fijo inexistente. El portazo final, sonando como un estallido en sus tímpanos, la liberaba siempre, aunque sabía que de manera provisional.

     Sacando fuerzas de donde no las había, puso en pie su cuerpo de niña y fue al baño para lavarse la cara. Abrió el pequeño armario que el cruel espejo escondía y sacó un tubo similar a una barra de labios. Esta vez el golpe había sido muy fuerte, siempre era más fuerte. El corrector no alcanzaba a cubrir las marcas azuladas que se acumulaban sobreponiéndose unas a otras en su delicado rostro y hacía tiempo que tampoco podía ocultar la tristeza que la vestía por dentro. Observando fijamente aquella imagen enfrente de ella, se buscó pero no se reconocía. Desconsolada, rompió a llorar apoyada sobre el níveo lavabo. Su llanto desaparecía, silencioso, por la tubería para no dejar rastro. No podía permitirse ningún signo de flaqueza, ya que eso la haría parecer mucho más asequible para su castigador.

     Arrastrada por la inercia entró en su habitación. Aquel cuarto parecía verter sobre su cabeza techo y paredes, como si menguara o quisiera devorarla. Cada día se sentía un poco más insignificante. Se metió en la cama hecha un ovillo y se tapó completamente con la sábana como si con ello construyera un espacio a salvo de cualquier vejación. Era un ritual que realizaba de una manera casi instintiva. Cada movimiento estaba perfectamente controlado para no salirse de la norma. Se había vuelto precisa en todo lo que hacía para que fuera del agrado de aquel que decía que todo lo hacía por su bien.

     En la calle ya se sentía la primavera. Era la estación del año que más le gustaba. Sintió nostalgia del aire en sus cabellos. Echaba de menos aquellas charlas con amigas sentadas en alguna terraza. Poco a poco se fue encerrando en casa para no tener que dar explicaciones ficticias ya que, en el fondo, todas sabían de su tormento. Aquello, la avergonzaba aún más. Con excusas cada vez más surrealistas fue alejándose de todo aquello que la hacía sentir bien. Llegó a pensar que ella no merecía aquellos momentos dichosos. Abandonó su trabajo como ayudante de dirección en una empresa importante para no crear conflictos innecesarios con él.

     Dentro de aquella cúpula en la que se sentía protegida como en el vientre materno, cerró los ojos y se imaginó entre los brazos de su príncipe azul. Cuando era pequeña, solía jugar a las muñecas con su hermana menor. Imaginaba que había un príncipe y que, a lomos de su blanco corcel, la subía a pasear por las nubes. Las dos niñas reían cuando ella imitaba el relincho del animal. Esto la hizo apenas esbozar una sonrisa en su dolorido rostro. Soñaban con ser princesas, se vestían con la ropa de mamá. Eran dos niñas felices y usaban la fantasía para hacer real aquella utopía actual en la que vivía inmersa.

De repente, se abrió la puerta de casa para dar entrada a su tormento. La ceremonia continuaba.

Ella oía sus pasos caminando hacia la habitación.

Él se acurrucaba a su lado.

Ella percibía el olor de las flores compradas para obtener su indulgencia. 

Él le susurraba al oído aquellas palabras que la hacían subordinarse sin más.

Ella sentía un escalofrío en su piel cada vez que las escuchaba.

Había aprendido a temblar sin que él lo notara.

     Se entregaba a su verdugo sin reproches. No estaban permitidos y ella tampoco arriesgaba más de lo necesario. Con aquel cuerpo entre sus piernas y la mirada perdida en el ramo que reposaba en la mesita de noche, se percató de que hacía tiempo que ni siquiera sentía el puñal que la atravesaba.

     Los días pasaban lentos como pasan las hojas de un libro que no te gusta leer pero que no tienes más remedio que hacerlo.

     Durante la tregua que le daba la noche, a veces se despertaba y, silenciosa, se quedaba mirando al desconocido con el que compartía cama, techo y vida. Se preguntaba cómo había pasado de ser aquel encantador hombre, que la enamoró siendo casi una chiquilla, a convertirse en el dueño de cada una de sus respiraciones. Alguna vez tuvo la tentación de recostar su cabeza en el pecho de él, como hacía cuando todo era normal y pasaban horas y horas en la madrugada hablando de su futuro y de la pequeña familia que formarían. Suspiraba en silencio y daba gracias al cielo por no haber podido tener hijos. No hubiera soportado tener a una criatura como testigo de aquellos terribles momentos. Luego reflexionaba y pensaba que a lo mejor si ella hubiera podido quedarse embarazada, él no la hubiera empezado a menospreciar ni a maltratar. Se sintió de nuevo responsable y lo miró una vez más, casi con ternura y exculpándolo.

     En los escasos encuentros con amigos y familiares lucía la sonrisa perfecta y un rubor casi pueril cuando él la abrazaba, producto de muchos ensayos. Era la pareja ideal a los ojos de todos y a veces ella llegaba a creérselo. La cabeza bien alta pero la vista hacia el suelo para no provocar... Pero siempre había algo que despertaba su furia y el sueño se tornaba pesadilla de nuevo. Era muy difícil mantener un estado de armisticio.

     Un día, como tantos otros, comenzaron los gritos e insultos sin más. Él no necesitaba grandes motivos para ello. A decir verdad, no necesitaba ninguno. No existían reglas válidas para jugar. Tenía ventaja sobre ella porque contaba con el elemento sorpresa y cualquier estrategia usada anteriormente, a ella no le servía. Disfrutaba cogiendo desprevenida a su víctima. Esta vez, no supo cómo pasó pero se rebeló y alzó la voz encarcelada por tanto tiempo. Sintió algo duro golpeando en su sien y un calor rojo cubriéndole el rostro antes de caer al suelo. Él se asustó y se acercó a su oído susurrando aquellas horribles palabras que provocaban sus escalofríos.

- Te quiero a morir, vida mía - después la besó.

      Por primera vez ella fue consciente de que no le mentía. Cerró los ojos y vio cómo su príncipe azul la subía a la grupa de su corcel blanco como las nubes. Se abrazó a su cintura y volvió la vista atrás. Pudo ver cómo su hermana lloraba mientras depositaba, encima de una caja de madera, una de las muñecas con las que jugaban de pequeña. Le sonrió y divisó entre las nubes el castillo que sería su nuevo hogar.

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