“Desaparecer
y que te olviden no es tan grave como vivir y que no se acuerden de ti.” Estas
palabras circulaban desparramadas por la mente desierta de Elvira mientras
contemplaba la grandiosidad del lago. No era de gran amplitud e incluso parecía
carecer de relevancia para salir en algunos mapas, pero era su lago. Se puede
decir que había crecido con él. Conocía perfectamente cada recoveco de aquel
modesto cuerpo de agua dulce.
Cuando
era pequeña, le gustaba asomarse a su agua cristalina y él, introvertido, le
devolvía su reflejo. Resultaba divertido ver a los pequeños pececillos nadando
aturdidos en la orilla, como quien está aprendiendo a nadar y no se aventura a
meterse agua a dentro.
Ahora,
observándolo, sabía que formaban parte el uno del otro. Sentía que le había
ayudado a crecer acordándose de todas las lágrimas que había dejado caer en él.
Lo colmó de sentimientos y el lago se lo agradecía meciéndola apacible cuando
nadaba en sus aguas. Le había enseñado a sentir y solo él conocía su humor en
cuanto ella pisaba la orilla.
Si la
notaba nerviosa, intentaba calmarla creando un delicado murmullo de oleaje que
acunaba sus oídos y la transportaba a un estado de suspensión. Elvira desnudaba
su cuerpo para él y se zambullía en su profundidad como haciendo el amor
tiernamente. La envolvía como amante fiel, la agitaba suavemente, zarandeándola
de una forma exquisitamente delicada y la llevaba hasta la orilla para que se
sosegara.
Cuando
estaba triste, emitía un gracioso runrún que la invitaba a jugar en sus aguas y
entonces gozaba con el cascabeleo de su sonrisa. La acariciaba sutilmente y la
dejaba disfrutar sin más. Si estaba pensativa, no la importunaba y convertía su
pequeña extensión en algo estático.
Siempre
él.
Era
su yo más sincero, su alma gemela. Su incorpórea libertad. La expresión de toda
su vida. Nadie mejor que aquel lago la conocía tal y como ella era. Por eso, le
parecía justo que su cuerpo cayera en la oscuridad de sus aguas y lo acogiera
para siempre. Quizás la convertiría en una dulce nereida para poder continuar
disfrutando de su presencia, o en un pececillo chico para recordar su niñez...
Tal vez su cuerpo simplemente se descompusiese como la había hecho en vida y
pasara a formar parte del limo fértil que sustentaba a la vegetación.
De
pie, en las ruinas de aquel puente viejo que ya no llevaba a ninguna parte, se
le antojaba un lago desconocido. Casi le daba miedo su agua. Aquella que tantas
veces la había gozado. Mirándose bien, pensó que a lo mejor el lago no la
perdonaría por convertirlo en cómplice mudo de su decisión. De repente sintió
una punzada que la obligó a mantener a duras penas el equilibrio. El lago la
miraba dulcemente, triste y le imploraba que no lo hiciera. Elvira creyó que
sin sus lágrimas, éste se secaría y un sentimiento de culpa se apoderó de sus
entrañas.
-
¿Quién era ella para
causar aquel mal? - Pensó.
-
¿Quién era él para
albergar tanta belleza? - Pensó él.
Lentamente
se dirigió hasta la orilla, derramó unas lágrimas que el lago enamorado recogió
para sí y con una suave ola le acarició los pies. Elvira sonrió. Podía oír el
runrún juguetón que la tentaba. Se desnudó, consciente esta vez y lentamente
caminó agua adentro sin apenas darse cuenta del movimiento sensual que emitía
su cuerpo menudo con el extraño oleaje.
La
quería para él, pero no de la forma en que ella quería entregarse. La hizo suya
amándola dulcemente. La emborrachó de los sentimientos que ella había vertido
en él y ella se entregó sin discusión. Sintió paz en su mente y en su cuerpo
que ya bailaba llevado por la tímida corriente que besaba su piel y le cantaba
una nana para adormecerla como cuando era niña. Le recordaba al abrazo de su
madre cuando la acogía en su regazo y se sintió, por un instante fugaz, feliz.
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